(Detalle fotografía de Mariela Rivera) |
Tacones tiranos
Hace un par de años, me andaba dando vueltas por la
Fundación Las Rosas de Vivaceta, con intenciones de hacer un corto documental
que bordeara los 3 peldaños mas bajitos de nuestra culta escala: mujer, vieja y
pobre. Así que una vez a la semana partía a conversar cámara en mano con
algunas viejas, conversación que me costó trabajo porque por una cuestión de
maledicencia cultural, las mujeres deben mirar con desconfianza a las otras
mujeres, aunque tengan ochenta años (ellas, yo cincuenta): ¿Y a usted que le
importa?, me preguntaban mirándome con un solo ojo, mientras el otro no se les
movía del tejido, ¿le pregunto yo si usted es casada?
Cosas así me respondían entre bromistas y serias, hasta que
al final, de tanto llegar los miércoles, se empezaron a acostumbrar a mí y a la
cámara y comenzaron a contarme de esos años cuando recién partía la vida, una
vida que desde el comienzo se presagiaba peligrosa, dolorosa y difícil, muy
difícil.
No contaré aquí los detalles que dejé impresos en el corto (
“La vieja está en la Cueva”), pero sí puedo decir que fueron unas vidas de
mierda, aunque ellas no las vean así, porque que si lo hicieran, cómo podrían
volver atrás?: abusos sexuales desde pequeñitas, maltrato psicológico, golpes,
un nivel de trabajo que dobla la espalda de cualquiera, sostén de muchos hijos
y finalmente esas habitaciones solitarias y frías, calentadas con
largos rosarios que les prometen una buena muerte y tal vez el paraíso, tal
vez, pues no saben si el sacrificio de sus vidas ha sido o no suficiente para
el gran premio.
Cada vez que llegaba a la antigua casona, tenía que pasar
por una mampara que dividía el sector hombres del de mujeres y me ponía a
sapear un rato al patio de ellos:
viejitos que caminaban,
lentitos caminaban
con las manos en la espalda caminaban
como mi padre caminaban
y miraban al cielo
y miraban una rosa del jardín, conversaban agrupados en
alguna esquina. Era como mirar lentos caracoles paseándose al solcito de la
tarde.
En cambio, en el patio de las mujeres, reinaba un jardín casi
solitario: la mayoría estaban sentadas con sus chales sobre las piernas , otras
se trasladaban en silla de ruedas y algunas caminaban apoyadas en un especie de
velador de aluminio de cuatro patas. La cuestión es que ellas no se paseaban,
solo se trasladaban como mejor podían al comedor a tomar la nutritiva once
compuesta de pan con mantequilla, si es que alguien les había traído
mantequilla, y un té con harta azúcar, que un ausente nutricionista
especializado les recetó. Por esos días me enteré que la fundación no era
chilena sino que gringa y que además de las colectas y los vueltos del
supermercado, los viejos pagan su estadía con la pensión o jubilación completa.
Con todo, la comida era para ratas. Para un 18 me tocó encontrarme con una
patota de gringos gerentes comiendo empanadas en los embanderados corredores,
mientras los quincheros hacían de las suyas con el folklore nativo y las viejas
los miraban con cara de no sé qué cosa (a los gringos no a los quincheros).
Estoy segura que una no tan vieja que andaba por ahí, pensó en lo de la “lucha
contra la pobreza” con que los gringos le tienen embolada la perdiz al tercer
mundo.
¿Qué pasará? -me preguntaba yo -¿que los hombres
pasean en el jardín sus últimos días y ellas enclavadas cual poste de luz?...
¿Será que, aún en sus últimos momentos las mujeres sienten
culpa de pasear o de ocupar su tiempo en la contemplación de una flor?
Me lo seguí preguntando mientras me encaminaba hacia los
pasillos del segundo piso donde caía el sol despedazándose en los arrugados
cuerpos de las viejitas sentadas en filita, téjete que te teje y conversando.
¿Le está haciendo un chalcito a su nieta?
No, mijita, mis nietas andan como en los cincuenta.
Entonces a su bisnieta.
¿Tataranieta?
Son encargos, nos pagan por tejido, me dice doña Olga, pesadita, como siempre.
¡Ah qué buena!, digo yo estúpidamente, cayéndome tarde el
tejo de que ninguna mujer de 80 o 90 años, debe andar vendiendo nada.
¿Y a quién le venden?
Mire, dice la Esmeralda a la copuchenta, nos traen la lana y
nosotras tejemos o chales o ajuares para guagua o bufandas. Distintas cosas.
¿Y cuánto les pagan?
Cinco mil, siete mil…depende, por este chal me pagan cinco.
Yo miré la extensión del chalcito y me pareció una alfombra.
¿Y cuanto se demora en uno de esos?
Como una semana si tejo toda la tarde, pero si me duelen las
manos me demoro más.
¿Y quién les da esa pega?
Unas señoras que vienen para acá, dice bien cortante la
Esme.
Me acordé de la fortuna que se hizo la Lucia Hiriart de
Pinochet con el negociado del Cema Chile. Y aquí, cuarenta años después, sin
que la experiencia haya dejado huella, se repite la misma
explotación a mujeres que no saben del valor de su trabajo y que con las veinte
lucas que se hacen al mes, con suerte compran uno de los tantos remedios que
necesitan en las usureras farmacias chilenas, que entre parte y
parte. no se les mueve un pelo y que a las pobres viejas las dejan sin comer.
Todo mal.
A estas alturas estaban un poco más amigables conmigo y ya
como que la cámara pasaba a segundo plano. De repente y por casuela miro
los pies de las viejas: sus
zapatos eran muy pequeños, con protuberancias en los lados y a muchas que
andaban con pantuflas se les veía a simple vista la deformidad de sus pies.
Pensé en las geishas siempre a punto de caerse con sus patéticos pasitos cortor y caí en la cuenta
que esa era la razón del porqué estas ancianas no caminaban.
¿Usted usaba taco aguja?
Si, todas por años y años con el talón en las alturas,
apretaron y torturaron sus pies, deformándolos y enfermándolos. De pasadita se
cagaron la espalda, pues todo el peso del cuerpo cayó sin eje alguno, en sus
pequeños deditos. Femenino.
Femeninas serán las sillas de ruedas y los aparatos que las
sostienen, femenina será la inmovilidad que no las deja recorrer el jardín y
mirar las flores,
Femenina será la joroba que no las deja mirar al cielo
Femenino mirar el suelo
Femenino el dolor
Femeninos los juanetes
Femeninos los callos
Femeninas las patitas chiquititas
Femeninas las patitas en puntita
Puntuditas
Femeninas las patitas de bailarina de ballet
Femenina la bailarina de ballet.
Cuando esa tarde me fui de ellas con un nudo en la garganta,
pensé que tenía que hacer un corto sobre los zapatos de las mujeres, su sentido
y consecuencias, escarbar en este otro gesto invisible de tortura, otra
exigencia de belleza mortuoria, donde el cuerpo es solo una huila moldeable a
la carta y con la visibilidad de una realidad terrorífica y evidente
pero que no se quiere ver y menos hablar, porque ¿a quién le importan los pies
de unas pobres viejas?
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